Un mar de peregrinos está llegando a las «costas» del monasterio y un escrito sobre la Vida monástica y esnórquel ha llegado a nuestro blog.  Jesús camina sobre las aguas este XIX Domingo del TO, leamos…

 

 Buscar a Dios se parece a acercarse al mar. Inmenso, misterioso, profundo, atrayente, desconcertante, peligroso a veces. Al mar se puede acceder desde muchos lugares, y a Dios también. Ahora que estamos en verano, exploremos una metáfora estival para tratar de comprender mejor la búsqueda de Dios a través de la vida monástica.

Algunas personas pasan por el monasterio un poco por azar: porque el GPS los conduce hacia un lugar atractivo por la cultura y la naturaleza, o porque se alojan una noche de camino a Santiago. Se quedan a rezar vísperas y disfrutan con el canto y el silencio.  Quizá no comprendan mucho pero se van con la experiencia de algo grande y hermoso que no saben definir: ¿no es así Dios, de todas maneras? Su acercamiento se parece a contemplar el mar desde un buen paseo marítimo que permite admirar y disfrutar sin mojarse los pies.

Hay quienes buscan silencio e interioridad y pasan algunos días en la hospedería del monasterio. La participación en la liturgia y el ritmo lento van haciendo su delicada tarea  de sustituir el frenesí cotidiano por una paz que se instala poco a poco. Dios aparece como una ola suave que quiere acompañar toda la vida, no solo durante los días de descanso sino también al volver a casa. Estas personas caminan por la arena y sienten a un Dios que moja los pies y se hace compañero de camino.

Existen también bañistas de muchos tipos, desde los que se quedan cerca de la orilla hasta los que se atreven a nadar hasta las balizas, desafiando el oleaje o las medusas. Entre esos muchos tipos, hay uno que llama particularmente la atención: la gente que hace esnórquel, un buceo superficial que permite ver lo que pasa dentro del mar sin necesidad de sumergirse.

Ciertas personas sienten un deseo de profundidad que no saben explicarse. Quisieran ir hasta el fondo del mar, y empiezan por observarlo con atención gracias a una máscara con tubo y unas aletas que les dan libertad para moverse, al mismo tiempo que conservan el control de la situación. Cuanto más miran los peces, cuanto más nadan entre ellos y descubren la belleza del fondo marino, más anhelan quedarse ahí. Un día sienten con vértigo que el esnórquel ya no les basta, y que ni siquiera sería suficiente con hacer buceo de verdad y sumergirse un rato con bombonas de oxígeno. Lo que de verdad quisieran sería convertirse en peces, desaparecer en los escondrijos de las rocas, dejarse envolver absolutamente por el agua, vivir para el mar. Y empiezan a preguntarse si eso es un mero  absurdo o si el hecho de desearlo constituye un indicio de posibilidad real.

Como al mar, a Dios se le puede conocer de muchas maneras, y todas son maravillosas porque así es Dios. Pero, si alguna vez has sentido que ya no te basta ni el paseo marítimo, ni las caminatas por la orilla, ni nadar hasta el horizonte, ni hacer snórquel, y ni siquiera bucear con oxígeno… ¡escucha! Es posible que, sin saberlo, te esté habitando el deseo de convertirte en pez.