Avanza la Cuaresma y la Liturgia nos presenta hoy el evangelio de la Transfiguración (Mt 17, 1-9): Jesús todo envuelto en luz. Así despedimos ayer a nuestro hermano Pablo del monasterio de Sobrado dos Monxes, él ya está transfigurado enteramente en el seno del Padre. Vestido con su blanca cogulla, el rostro  pálido y la madera de color claro, sostenía entre sus brazos la Regla de San Benito y un icono. El blanco lo envolvía todo.

Aunque existen rosas blancas, el texto siguiente del escritor portugués Eça de Queirós, habla de las rosas rojas

Mientras así pasaban y volvían a pasar, los bárbaros avistaban siempre, en las alturas, gruesas y tristes murallas rematadas por una cruz. Se trataba de los monasterios. Al principio subían al monte y derribaban las puertas a hachazos. Después, ya convertidos, se arrodillaban en las losas para tocar las santas reliquias. Dentro de esos muros, asaltados o traspuestos con reverencia y temor, encontraban silenciosos claustros, hombres que, con el rostro pálido oculto por la capucha, trazaban líneas sobre pergaminos, una capilla oscura y al fondo, más allá del pozo, un huerto donde se alzaba, entre hierbas aromáticas o medicinales, un arbusto cubierto de flores rojas, que los bárbaros no conocían.

Era la rosa, la rosa grecorromana, que en aquel vasto desastre había encontrado entre los monjes un refugio seguro y apacible. Allí estaba escondida y enclaustrada, con otros restos de la civilización destruida: aquellos rollos de pergamino que los monjes absortos releían y copiaban. Así se salvaron las glorias y los dones de la sociedad antigua. La rosa sobrevivió gracias al cuidado de la Iglesia junto con Horacio, que la había cantado.

¿Y si las rosas se transfigurasen en camelias? En  los claustros gallegos, la piedra está impregnada de oración y las camelias se enamoran del Silencio.

Nuestro hermano Pablo descansa en el claustro de Sobrado, junto a un árbol lleno de camelias blancas.