Merton 31

 

«La luz no se enciende para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama, sino para ponerla en el candelabro y que alumbre a todos los de la casa» (Mc 4, 21) Hoy Thomas Merton (1915-1968), celebraría su 101 cumpleaños y, después de tanto tiempo sigue alumbrando a quienes nos acercamos a sus textos, palabras de luz. En su libro Incursiones en lo Indecible, apunta bellamente

El espíritu de los árboles toma tiempo sacándolo de la lenta tierra y las hojas están hechas de este tiempo terrenal volviéndose luz

Merton pasa del tiempo cronológico, al tiempo de Dios – del cronos al kairós-, y transciende todos los acontecimientos y vivencias convirtiéndolos en Presencia divina

Vivimos en la plenitud del tiempo.

Cada momento es el tiempo exacto de Dios, su kairós

Esta experiencia no es algo “bajado del cielo”, sino fruto de la atención al corazón, práctica espiritual que el monje de Getsemaní (EEUU) ha cultivado casi durante toda su vida, de lo que da buena cuenta en sus Diarios. En ellos podemos encontrarnos a primera vista con una persona contradictoria, pero una lectura sabia, nos adentra en la paradoja de su existencia y de la nuestra. Nos deslizamos sutilmente, de la contradicción – que se sitúa en el plano de la mente-, a la paradoja que se mueve en la órbita de la existencia. ¿Acaso, en muchos momentos, no disfrutamos a la vez de la lluvia y el sol? …Y entonces… aparece el arco iris.

Apuntemos algunos rasgos paradójicos de Merton: buscador inquieto de espíritu libre y universal, ingresa en la Orden Cisterciense caracterizada por su austeridad y disciplina; su jornada es la de un monje, no la de un escritor, y sin embargo publica cantidad de obras; lector y escritor compulsivo, dedicaba muchas horas a la oración personal y la liturgia, escribiendo solo una hora y media o dos al día, pero con una gran fecundidad; fue un enamorado del silencio y con su palabra –a través de retiros, charlas y escritos-, ayudó a descubrir una espiritualidad cristiana viva y profunda; amaba la soledad y cultivaba la amistad, fue un gran “artista de la amistad”; vivía en una ermita, pero mantenía relaciones con personas de todo el mundo, y eso que no existía internet. Podríamos seguir con un sinfín de aspectos, que lejos  de hacerle alguien incoherente, hablan de su riqueza interior integrada y comunicada. Sería bueno recordar que  otro cisterciense -también prolífico escritor y hombre de relaciones, que intervino personalmente en muchos  asuntos eclesiásticos y políticos de su época-, San Bernardo, se autodenominaba a sí mismo la “quimera del siglo” y  compartía con Thomas la fascinación por los bosques

He aprendido más entre los árboles y las piedras que lo que he escuchado a los maestros (Carta 106)

No por casualidad el monje de nuestra era desempeñó durante un período de su vida, la tarea de agente forestal y seguro que vigilando las propiedades del monasterio contemplaría más de una  vez el arco iris.