Ya se acerca la estación del otoño y nuestras tierras gallegas se despojan de lo árido y se visten de ocre y humedad. Último elemento éste de la humedad, muy querido por  Santa Hildegarda, doctora de la iglesia, cuya fiesta litúrgica hoy celebramos.

Viene muy apunto además el evangelio de hoy (Lc 8, 1-3) que habla delas mujeres que siguieron a Jesús. Mujeres que se sintieron sanadas y liberadas por Él en cuerpo y alma. Para Hildegarda el alma es la humedad del cuerpo, el verdor de la carne y ambos, alma y cuerpo, interactúan, haciendo germinar en el interior de la persona, la Gracia. Como la lluvia desciende sobre la tierra y la hace fértil, así el Espíritu Santo baja sobre nuestro corazón y lo reverdece.

La fuente de la Sabiduría de esta monja benedictina del siglo XII, fue Cristo, sus raíces se hunden en la corriente de la Escritura y del carisma benedictino. Aunque sea una paradoja, es solo aparente, pues dotada de una rica personalidad que desplegó en ámbitos tan diversos como la medicina, la teología, la pintura, la botánica, la música, la predicación, la escritura, …, su apoyo siempre fue la simplicidad del corazón. Así, bebiendo de una única fuente que es la Verdad de Jesucristo, dio curso libre a sus muchos dones, lo uno y lo múltiple. Algo que en la actualidad nos parece difícil de vivir, cuando la gente va de aquí para allá buscando a Dios en la mejor oferta del mercado espiritual. Pues la monja del Rhin bebió y vivió, de un solo manantial, para luego repartir ese verdor de las palabras que solo puede brotar del Espíritu.

Seguro que San Ireneo de Lyon y Santa Hildegarda se conocieron fuera del tiempo y del espacio, pues él dejó escrito allá por el siglo III:

Pon en las manos de Dios

Tu corazón tierno y moldeable;

Guarda en ti la humedad (…)

Y no pierdas las huellas de sus dedos.

 

Vuelve a leer esta frase, pero ahora con tu cuerpo. Pon tus manos en forma de “cunca”, siente el peso de tu corazón sobre ellas. Un corazón blandito y tierno. Siente su calor y su humedad sobre las palmas de tus manos y permanece así. Tus dedos – ¿o de los dedos de Dios?-, se hunden en él, lo acarician y dejan sus huellas. Son las huellas de la humildad, que se hunde en el corazón, como el sello se hunde en el lacre. Respira, cierra los ojos, ora y guarda el silencio dentro de ti.