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San Benito dice en su Regla que la campana para la liturgia – Obra de Dios-, la debe tocar el abad, o un hermano diligente, para que todo se haga a su hora

Dar la señal para la hora de la Obra de Dios, tanto de día como de noche, será incumbencia del abad: sea dándola él mismo, sea encargando esta misión a un hermano diligente, de manera que todo se haga a las horas correspondientes (RB XLVII)

Pero hay otra campana, la campana del corazón, que cada uno debe dejar resonar en su interior. Dejar resonar nuestros afectos, el dolor, los temores y la alegría; dejar espacio hasta que cese el último sonido, su último eco y no apagarlo. Al escuchar así nuestros latidos, descubriremos lo  que  hay en nuestro fondo, con sus matices y colores, y será siempre una liberación que nos ayudará a conectar con nuestra verdad. Deja que repose y resuene…

La Regla de San Benito es un documento sapiencial, cuyo fundamento es evangelio y aunque fue escrito en el s.VI, su espíritu sigue animando al monacato benedictino desde entonces hasta hoy. Así nos lo dicta S. Elredo de Rieval, monje cisterciense del s. XII, en su sermón 6º en el nacimiento de San Benito

Moisés estableció para ellos (los israelitas) una ley y se la enseñó a fin de que pudiesen entrar en la tierra de promisión y poseerla en este mundo. San Benito ha establecido para nosotros una ley que, si la cumplimos, entraremos en el mismo cielo, la tierra de los que viven, y lo poseeremos por toda la eternidad.

Esto fue lo que vivieron los Santos Mauro y Plácido, dos niños nobles que entraron en el monasterio de Montecasino en vida de San Benito, modelos de obediencia y humildad, como nos cuenta S. Gregrorio Magno en sus «Diálogos». Experimentaron el cielo en la tierra porque supieron escuchar la campana de su corazón.

Coge una pequeña campana, que tengas por algún estante de tu casa y hazla sonar escuchando hasta el final. Podrás oír  la sabiduría que resuena…, de tu maestra interior.