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El domingo pasado celebramos en la Orden Cisterciense a nuestros Padres Fundadores. La verdad es que no son muy conocidos, pero San Roberto, San Alberico y San Esteban, fueron los tres primeros abades consecutivos de la comunidad del Císter, allá por el año 1098.

Ellos tres y otros 21 monjes más salieron de la comunidad de Molesmes, en Francia, porque querían vivir el espíritu de la Regla de San Benito y no quedarse en la letra. Guiados por un anhelo profundo de autenticidad, dejaron su monasterio benedictino , para adentrarse, según los documentos fundacionales, en el “desierto” de Císter. Todo un símbolo, pues, paradójicamente, Císter, viene de “cisterna”, agua por todas partes.  Así que las húmedas tierras de la diócesis de Châlon, se convirtieron en un desierto interior de soledad, de quietud y de oración, que es lo que ellos deseaban.

Cuatro libros acompañaron a la primera generación de intrépidos cistercienses: la Regla de San Benito, la Biblia, Los Moralia in Job, -de San Gregorio Magno- y las Cartas de San Jerónimo. Para ellos la veracidad de la Sagrada Escritura fue referencia nuclear –ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo,escribe San Jerónimo-, acompasando su lectura con un libro que hoy podríamos denominar de autoayuda (Los Moralia in Job). Así que tenemos los dos pilares de un camino de fe: la Palabra de Dios y el conocimiento personal. Sabemos que los  cuatro libros arriba mencionados eran los más leídos, por la cantidad de ejemplares encontrados en sus bibliotecas. Durante la Edad Media la riqueza de los monasterios se medía por sus tierras y por sus mansucritos.

Así Císter se convirtió en el “Nuevo Monasterio”, apelativo místico que apunta hacia una renovación monástica, hacia un dinamismo  de fe y de autenticidad siempre en búsqueda. Por algo les llamaron a nuestros Fundadores, “los tres monjes rebeldes”. Por cierto, que este es el título de un ameno relato histórico sobre los inicios de Císter, escrito por el padre Raymond y editado en Herder, ¡no te lo pierdas¡.