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Desmenuzando la oración del Padrenuestro, Olivier Clement nos ayuda a elevar nuestra mirada a los cielos, morada simbólica de Dios. Esta mañana amaneció clara. Es azul hacia arriba y ocre en la horizontalidad. Los colores del otoño refulgen sobre la piedra caliza de Burgos.

Los cielos evocan el carácter inaccesible, abismal del Padre; un Dios que está más allá de Dios, hyperthéos dice Dionisio Aeropagita. Nos acercamos a él al sondear su ausencia. La inteligencia mide sus propios límites al oír rugir, cada vez más lejos, el océano divino.

Luego, llega el momento en que cesa toda actividad mental, en la cual el hombre se recoge y calla, se convierte en pura espera. En nuestra vida cotidiana necesitamos instantes de sobrecogimiento silencioso. Los Padres lo comparan al sobrecogimiento que se apodera del hombre cuando, al llegar al borde de un acantilado, se abre ante él la mar vertiginosa.

Es preciso detenerse y escuchar el silencio, saborear el silencio, admirarse, convertirse en una especie de copa…

Pero ¿dónde están hoy esos cielos? ¿Hacia dónde hemos de mirar para encontrar el rastro de la divinidad? ¿dónde encontrar su morada?

En el “corazón” dicen los ascetas. En el más central de los centros, en la profundidad más profunda en la cual todo nuestro ser se unifica y se abre a un abismo de luz: “azul interior”, color de zafiro, a decir de Evagrio Póntico.

Una de nuestras tareas cotidianas es la de despertar en nosotros las fuerzas del corazón profundo. […] Es preciso recuperar el sentido de esa emoción no emocional, de ese sentimiento no sentimental, de esa vibración apacible que conmueve todo el ser, cuando los ojos se llenan de lágrimas de asombro y de gratitud, ternura ontológica y silencio pleno. No sólo es cosa de monjes, es humildemente y en parte, cosa de todos.

En un monasterio y fuera de él podemos ser conducidos y envueltos por ese cielo único que nos circunda a todos. Asombro, gratitud, ternura y silencio.