Escribe Thomas Merton

La vocación de la persona es la soledad.

Pero no una soledad entendida como que cada individuo es un ser triste y solitario, sino como sinónimo de identidad verdadera, de esencia; de alegría profunda y de silencio. Precisamente esta soledad o quies monástica, como les gusta decir a los primeros cistercienses, es el pilar de nuestro carisma.

Hoy que conmemoramos a Nuestros Padres Fundadores, Roberto, Alberico y Esteban, es un momento propicio, para hacer memoria y descubrir, que debajo de su deseo  de vivir el espíritu de la Regla de San Benito -y no la letra-, está ese anhelo profundo de “servir al Señor con mayor provecho y tranquilidad”, esa tranquilidad es la “Quies”.

En los documentos primitivos de los orígenes de Císter, está bien explícita esa búsqueda incansable por vivir la paz, la soledad, hasta tal punto que Gilberto de Hoyland –monje cisterciense del s XII en Inglaterra-, apuntará que la quies es el móvil principal en las soluciones adoptadas por los cistercienses.

Para poder entrar en esa paz monástica tan anhelada, los primeros monjes salidos de la abadía de Molesmes, se decantaron por “un lugar de horror y vasta soledad” (Dt 32, 10) –según lo nombran los textos fundacionales-, llamado Císter, que para ellos era el “desierto”, lugar de encuentro con Dios. Paradójicamente, el topónimo de Císter -según algunos autores-, viene de `cisterna´, por la cantidad de agua allí encontrada. Nilo el asceta (s V) habla de “la humedad de las pasiones”, contra las que tenían que luchar los padres del Desierto. Del mismo modo, los primitivos moradores del lugar de Císter, tenían que mantener el combate interior, prestando atención a los vaivenes de sentimientos y pensamientos, para poder vivir esa paz profunda que está en lo hondo de nuestro corazón. En el Nuevo Monasterio –nombre que recibió Císter en sus inicios para distinguirlo de Molesmes, su casa de origen-, se guardaba el silencio de las arenas del desierto y con esta actitud de soledad exterior y vigilancia interior, los cistercienses se ganaron el apelativo de: amantes del desierto.

Otra denominación muy suya, era la de “pobres de Cristo” o “pobres con Cristo pobre”, pues para poder salvaguardar la amica quies, vivían del trabajo de sus manos, saliéndose de este modo del sistema económico feudal y pudiendo, por tanto, practicar una pobreza fecunda (paupertate foecunda). Aunque de nuevo parezca contradictorio -¿cómo puede ser una pobreza y a la vez fecunda?-, no lo es, pues ellos no trabajaban para hacerse millonarios, sino para mantener su economía de modo que les permitiese vivir en soledad. El silencio era su oro.

En la noche, el frío también llega a estas latitudes, donde las estrellas brillan en azul y el desierto se convierte en paradisus claustralis.