mar

En la homilía de la misa de ayer, en la que conmemorábamos la fundación de Císter a cargo de los «tres monjes rebeldes«: San Roberto, San Alberico y San Esteban, el Padre Julio Wais, monje de Sobrado, nos contó un antiguo y jugoso relato:

Erase una vez un hombrecillo de sal que yendo de camino por cálidas regiones y desiertos llegó a la orilla del océano. De pronto, descubrió el mar ante su vista. Nunca lo había visto con anterioridad, por lo que no entendió lo que era.

– ¿Quién eres tú?, preguntó el hombrecillo.

– Soy el mar, respondió el océano.

– Pero, ¿qué es el mar?, siguió preguntando el hombrecillo.

– Yo, repuso el mar.

– No lo entiendo, murmuró para sí con tristeza el hombrecillo… ¿Cómo     podría entenderte? ¡Me gustaría tanto hacerlo!

– Tócame, dijo el mar.

Entonces el hombrecillo tocó tímidamente al mar con la punta de los dedos. Y empezó a entender el misterio del mar. Pero enseguida se dio cuenta de que las puntas de sus dedos se habían desvanecido.

– ¿Qué es lo que has hecho conmigo, mar?

– Me has hecho entrega de algo tuyo para poder entenderme – dijo el mar.

Entonces el hombrecillo empezó a disolverse lenta y suavemente en el mar, como una persona que llevase a cabo el acto más importante de su vida de peregrinación. Conforme iba sumergiéndose en el océano, se hacía cada vez más delgado. Pero en esa misma medida iba también teniendo la sensación de que cada vez entendía mejor al mar. El hombrecillo adelgazaba y adelgazaba, y mientras tanto seguía preguntándose:

– ¿Qué es el mar?

Y entonces, una última ola lo consumió por completo. Pero en este último momento pudo hacer suya la respuesta del mar y decir:

– El mar soy yo.

Bella metáfora de nuestro anhelo profundo: la unidad con Dios. Y enlaza bien con lo que Javier Melloni expresa en su hermoso y lírico libro Sed del Ser, :

Tal es la paradoja de nuestro existir:

somos más

cuanto más a través de nuestro vacío

dejamos ser al Ser.

Renunciando a pretender ser,

somos la ocasión de la transparencia del Mar.

Somos más, cuanto más adelgazamos nuestro yo. Y cuanto menos permitimos que la mente confusa y condicionada arrolle la realidad, más nos abrimos a la diafanidad de lo que es. A su simplicidad. El hombrecillo de sal nos invita a vivir la renuncia que salva. La que verdaderamente nos permite ser en el Ser.